22 abr 2008

purgatorio - primera parte

La muerte.

Seguro era ella.

Seguro es ella quien me abraza. Pero puedo desdeñarla. No me importa, y si no la quiero, la desprecio. Así es todo para mí. Quiero pensar que tengo tanto control sobre la vida, la mía, que puedo decidir cuando acabar con ella.

No me molesta el dulce abrazo de la muerte. No me turba.

Puedo tirarla a la basura, incluso. Es reciclable. Es reciclada: todos mueren y, luego, todos viven. Dios sólo está jugándonos una broma. Dios sólo está jugando. Y yo jugaré con Él.

* * *
Los relojes se han detenido por un momento, el preciso momento en el cuál necesito saber, con exactitud, la hora de mi muerte. Quiero anotarla: anotar la hora en este papel, en el último papel en el que escribo. O escribiré, no importa. Dan lo mismo los tiempos verbales cuando estás muerto. Claro, debería ser todo en pasado, pero ¿no es la muerte el futuro más próximo? ¿Mi presente desde hace unos cuantos minutos? Mejor no hablar del tiempo. Resulta vano. Y tan casual. Pero, ¿qué hora es?

Quizá ya esté muerto, y por eso los relojes, malos amigos, se han detenido. Es entonces cuando dudo estar muerto: si la muerte es para siempre, el tiempo debe existir, para siempre, pues. Quizá todas las baterías que recién compré para los relojes se hayan acabado en el mismo instante en el cual se fue la luz.

Prendo un foco.
Enciende.
Soy un poltergeist.