18 jul 2010

Blue Cheese

Porque ella se había casado bien, y no tenía, entonces, de nada la culpa. Ella había actuado conforme manda la costumbre, la tradición del pobre. Buscate un marido con dinero y con poder, y seducilo con tu melena negra, con tu piel morena, con tu cintura angosta. Ella no tenía de nada la culpa. Ni siquiera del alcohol que se mezclaba con su sangre por las venas. Ella era la salvadora, porque se había casado bien. Había formado una familia idílica en brazos del dinero y del poder, pero también del amor. Ese era el éxito de la empresa. Todo se dirigía hacia el horizonte, y se acercaba cada vez más. Seis microhombres se le habían escurrido por entre las piernas y la habían engalanado con treinta libras de más, doce nietos varones y una nieta putativa. Se vestían de traje si era necesario; sí. Se peinaban con camino al lado si era necesario; sí. Se hacían los hombrecitos si era necesario; sí. Entrenaban a las mujeres para que fueran necesarias; sí.

La niña se recostaba en el hombro del sobrino. La niña, su nieta putativa. Y le respiraba en el cuello al sobrino. Ella quería que él la abrazara, pero él quería abrasarla y robarle su inocencia. La niña se recostó, durante veintitrés minutos, en el hombro del sobrino, y le respiraba en el cuello. El sobrino vestía una playera roja y unos jeans celestes que dejaban apreciar su virilidad. Ella aún no usaba brassiere y había usado su primera toalla sanitaria dos semanas antes. La niña creía aún en el amor. El Amor. Esa ilusión novelesca de los príncipes y las princesas. Esas vainas de besar sapos, no de lapidarlos. Y se había enamorado del sobrino. Ninguna sangre compartían, ni un rasgo. Pero eran familia. Putativa, pero familia, pues.

La niña se recostaba en el hombro del sobrino y le respiraba en el cuello. Ella sentía que haciendo esto llamaba su atención para el amor. El sobrino, nomás, se excitaba y se tocaba a escondidas el sexo con un suave masaje. Ella sentía cosquillas en los pechos y ganas de estrujar su cuerpo con el de él para sentirse segura. Pasaron el café y las hojaldras. También los panqueques y el filete de merluza. Una mosca había entrado aquella noche, en el carro, en aquel viaje aburrido, por la oreja del sobrino y devoraba sus sesos. Con ternura le respondía con monosílabos a la niña, pero sin hacer notar que se tocaba en las noches pensando en sus carnes jóvenes. Con ternura, para ganar confianza. Con ternura, para que pensaran que era porque la aceptaba en la familia. Putativa, pero familia, pues.

La tarde del queso gouda la niña había aprovechado para quedarse a solas con el sobrino. Con ansias de que él le diera su primer beso añorado. La niña lo abrazó por el cuello y sintió algo duro debajo de la hebilla del pantalón del sobrino. Él lo rozaba con su cuerpo y a ella le comenzaban, de nuevo, las cosquillas en los pechos. Él colocó sus labios en los de ella, y las manos en sus nalgas. Ella se sintió incómoda, pero pensó, Así deben ser los príncipes. En el cuarto detrás de la cocina él la penetró suave y despacio hasta que la mosca logró salir de su cuerpo. Y al sobrino le regresó la conciencia justo cuando la mosca se había instalado, definitivamente, en el vientre de la niña.

La mosca creció en la cueva que había quedado vacía después de ese encuentro. Y la dueña de la cueva lloró todas las noches la muerte del sobrino. Unos decían que se había suicidado, pero ella sabía que el sobrino era incapaz de morir asfixiado por una almohada en su cama. Ella nunca dijo que tenía una mosca dentro hasta que esta comenzó a manifestarse. Y le daba náuseas, y le exigía comida, y le causaba mareos. A la niña la golpearon fuerte y le rompieron la nariz porque había permitido que la mosca entrara en su cuerpo y era, ahora, una puta y una maldita. Claro, a los embajadores les dijeron que se había caído de las gradas y ella decía que sí, que era culpa de la mosca, que la mareaba.

Y poco a poco la mosca consumía las entrañas de la niña. Se dislocaba dentro de ella y tomaba formas físicamente imposibles. La mosca, poco a poco, se iba cargando con más larvas de mosca dentro de sí. Diez larvas dentro de la mosca, y una mosca, con diez larvas, dentro de una niña. Y es así como la pequeña se fue pudriendo por dentro, y dejó de buscar príncipes. Buscó sapos para que cazaran con su lengua a la mosca, y les pedía que le lamieran el sexo para ver si así lograba sacarla de alguna forma. Ella fingía disfrutar para que le lamieran el sexo. Hubo un valiente al que, incluso, le pidió que metiera el puño y le arrancara al bicho del vientre, pero este huyó y ella quedó llorando frustrada.

Hubo un día en el que la mosca decidió salir, y dio aviso a la niña que, a gritos, dio aviso a sus padres que, a gritos, dieron aviso al médico. En el mismo carro donde la niña recostó su cabeza en el hombro del sobrino la llevaron al hospital y dijo el médico, Es que la mosca no cabe por el agujero. Y los papás dijeron, Entonces hay que partirla por la mitad para sacarle al engendro. Y así fue. A la niña, la nieta putativa de la bien casada. A la niña, la que creía en príncipes y princesas. A la niña la partieron por la mitad y el doctor cayó desmayado del miedo cuando un enjambre de moscas salió por el vientre de la niña.

Claro. La niña ya estaba muerta. Pero eso a nadie le importa.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Impresionante.